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9/06/2016


CARL SANDBURG: LA GENTE SABE LO QUE LA TIERRA SABE
La gente sabe lo que la tierra sabe,
Los números pares e impares de la tierra,
Y lo que el suave viento cálido del verano marchita
O el encresparse de la impetuosa ventisca blanca;
A ninguno de ellos se le detiene,
Ninguno dice otra cosa que:
“No estoy discutiendo. Te digo.”
El antiguo poblador del desierto estaba gris
Y entrecano de tanto ver el sol:
“Por mí no importa si llueve.
Yo he visto llover.
Pero me gustaría que alguna vez
Lloviera pronto.
Así mi hijo podrá verlo.
Él nunca ha visto llover.”
“Aquí en el desierto”,
Dijo la primera mujer que lo dijo:
“El primer año no crees
Lo que los demás te cuentan
Y el segundo año no crees
Lo que tú mismo te cuentas.”
“Yo te dejo, yo te dejo”,
Cantaba tejiendo la mujer de Sonora.
“Yo te dejo,
Eres para un tonto de Sonora.”
Y el tonto habló de ella,
Tomando vino la mencionó:
“Ella puede enseñar a bailar a un par de zancos.”
“¿Qué es el este? ¿Has estado alguna vez en el este?”
Preguntó la mujer de Nueva Jersey a la chiquilla,
La diminuta niña que crecía en Arizona, quien dijo:
“Sí, he estado en el este,
El este es donde los árboles se interponen
Entre tú y el cielo.”
Por qué –otra niña, en Cleveland, Ohio,
En Cuyahoga, Ohio, preguntó:
“¿Papá,
De qué es propaganda
La luna?”
Y el chico de Winnetka, Illinois, que quería saber:
“¿Hay un tren tan largo que no se puedan contar los vagones?
¿Hay un pizarrón tan largo que contenga todos los números?”
¿Y ese ateniense de cuyo pecho el año pasado
Una delegación colocó una medalla para decir al mundo
He aquí un poeta campeón de peso pesado?
De pie, sobre una goleta de dos palos,
Arrojó su medalla bien lejos en el seno del mar.
“¿Y por qué no?
¿Alguien ha dado alguna vez una medalla al océano?
¿Qué poeta iguala a la música del mar?
¿Y dónde está el símbolo del pueblo si no en el mar?”
“¿Falta mucho para la próxima ciudad?”,
Preguntó el viajero de Arkansas
Al que se le consoló diciéndole:
“Parece más lejos de lo que es
Pero ya verás que no.”
Seis pies y seis pulgadas medía Davy Tipton
Y tenía las proporciones
Del rey de los pilotos del Misisipí,
Llenaba casi la timonera
Y asía el timón con una carcajada:
“Los grandes ríos deben tener grandes hombres.”
En el último tramo de una pista de carreras
En el corazón del país del pasto azul,
En Lexington, Kentucky,
Esparcieron las cenizas de un hombre
Que así lo había ordenado en su testamento.
Amaba los caballos
Y quiso que su polvo se mezclara
Con los cascos voladores del último tramo.
__________________________________________
trad. de Alberto Girri y William Shand en “Poesía norteamericana contemporánea”, Omeba, Buenos Aires, 1966. En la imagen, Carl Sandburg y Marilyn Monroe por Arnold Newman, 1962

8/19/2016

Juan Rulfo - No oyes ladrar los perros



Juan Rulfo
(México, 1918-1986)

No oyes ladrar a los perros
(El Llano en llamas, 1953)

        —Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
        —No se ve nada.
        —Ya debemos estar cerca.
        —Sí, pero no se oye nada.
        —Mira bien.
        —No se ve nada.
        —Pobre de ti, Ignacio.
        La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
        La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
        —Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
        —Sí, pero no veo rastro de nada.
        —Me estoy cansando.
        —Bájame.
        El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
        —¿Cómo te sientes?
        —Mal.
        Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
        —¿Te duele mucho?
        —Algo —contestaba él.
        Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
        —No veo ya por dónde voy —decía él.
        Pero nadie le contestaba.
        E1 otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
        —¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
        Y el otro se quedaba callado.
        Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
        —Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
        —Bájame, padre.
        —¿Te sientes mal?
        —Sí
        —Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
        Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
        —Te llevaré a Tonaya.
        —Bájame.
        Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
        —Quiero acostarme un rato.
        —Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
        La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
        —Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
        Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.
        —Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”
        —Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
        —No veo nada.
        —Peor para ti, Ignacio.
        —Tengo sed.
        —¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
        —Dame agua.
        —Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
        —Tengo mucha sed y mucho sueño.
        —Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces.
        Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
        Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.
        Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
        —¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?


        Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
        Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
        —¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.

8/18/2016

El miércoles 10 de agosto el Ministerio de Cultura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires entregó los diplomas a los ganadores de los Concursos de Literatura y los Premios Especiales "Eduardo Mallea" y "Ricardo Rojas", otorgados por la Dirección de Cultura CABA en el Salón Dorado de la Casa de la Cultura.

María Amelia Diaz  recibe premiación por du libro de poesía "La dama de noche y otras sombras" Aquí junto al Ministro de Cultura Ángel Mahler, el Director General de Promoción Cultural Marcelo Iambrich y  Daniel Couto


El poeta Eduardo Mandrini recibe el 1º Premio poesía

 Los poetas Eduardo Mandrini-María Amelia Diaz

La participación musical del Coro de Empleados del GCBA

Los poetas Paula Mones Ruiz, Jorge Paolantonio, María Amelia Diaz y Marta de París

8/01/2016

Poesía completa de Oliverio Girondo

https://somoslxspiratas.wordpress.com/2016/06/08/libro-8-poesia-completa-de-oliverio-girondo/

Oliverio Girondo (Buenos Aires, 1881 - 1967),es un símbolo de innovación y de vanguardia poética. Se distinguió por incorporar a la ciudad moderna —sus sonidos, sus protagonistas y las problemáticas de la vida cotidiana— en sus versos y procuró revolucionar el lenguaje:

7/27/2016

Sylvia Plath (EEUU 1932-1963) 3 poemas

sp1. CONVERSACIÓN ENTRE LAS RUINAS
Cruzando el pórtico de mi elegante casa, entras majestuoso,
Con tus salvajes furias, desordenando las guirnaldas de fruta
Y los fabulosos laúdes y pavones, rasgando la red
De todo el decoro que refrena el torbellino.
Ahora, el lujoso orden de los muros se ha desmoronado; los grajos graznan
Sobre la espantosa ruina; bajo la luz desoladora
De tu mirada tormentosa, la magia huye volando como una bruja
Acobardada, abandonando el castillo cuando los días reales amanecen.
Unos pilares resquebrajados enmarcan este paisaje de rocas;
Mientras tú te yergues heroico, con chaqueta y corbata, y yo permanezco
Sentada tranquilamente, con una túnica griega y un moño a lo Psique,
Enraizada en tu negra mirada, la obra se vuelve trágica:
Después de la plaga que ha asolado nuestra heredad,
¿Qué ceremonia de palabras puede enmendar todo este estrago?

2. PAISAJE INVERNAL, CON GRAJOS
El agua del molino, conducida por un caz de piedra,
se abisma de cabeza en ese estanque negro
donde un único cisne, absurdo e impropio de esta época,
flota casto como la nieve, burlándose de la mente nublada
que ansia arrastrar al fondo su blanco reflejo.
El sol austero, un ojo de cíclope anaranjado,
desciende sobre el pantano, sin dignarse a seguir
mirando este paisaje penoso; imaginándome cubierta
de plumas negras, avanzo al acecho, como una graja
siniestra, meditabunda, mientras cae la noche invernal.
Los juncos del verano pasado están grabados en hielo,
como tu imagen en mi mirada; la escarcha seca vidria
la ventana de mi herida. ¿Qué alivio puede extraerse de una roca
para conseguir que un corazón asolado reverdezca?
¿Quién más se adentraría en este lugar sombrío y estéril?

3. PERSECUCIÓN
Dans le fond des forêts votre image me suit.
                                                                   RACINE

Una pantera macho me ronda, me persigue:
Un día de éstos al fin me matará.
Su avidez ha encendido los bosques,
Su incesante merodeo es más altivo que el sol.
Más suave, más delicado se desliza su paso,
Avanzando, avanzando siempre a mis espaldas.
Desde la esquelética cicuta, los grajos graznan estrago:
La caza ha comenzado; la trampa, funcionado.
Arañada por las espinas, ojerosa y exhausta,
Atravieso penosamente las rocas, el blanco y ardiente
Mediodía. En la roja red de sus venas,
¿Qué clase de fuego fluye, qué clase de sed despierta?
La pantera, insaciable, escudriña la tierra
Condenada por nuestro ancestral delito,
Gimiendo: sangre, dejad que corra la sangre.
La carne ha de saciar la herida abierta de su boca.
Afilados, los desgarradores dientes; suave
La quemante furia de su pelaje; sus besos agostan,
Dan sed; cada una de sus zarpas es una zarza;
El hado funesto consuma ese apetito.
En la estela de este felino feroz,
Ardiendo como antorchas para su dicha,
Carbonizadas y destrozadas, yacen las mujeres,
Convertidas en la carnaza de su cuerpo voraz.
Ahora las colinas incuban, engendran una sombra
De amenaza. La medianoche ensombrece el tórrido soto;
El negro depredador, impulsado por el amor
A las gráciles piernas, prosigue a mi ritmo.
Tras los enmarañados matorrales de mis ojos
Acecha el ágil; en la emboscada de los sueños,
Brillan esas garras que rasgan la carne,
Y, hambrientos, hambrientos, esos muslos recios.
Su ardor me engatusa, prende los árboles,
Y yo huyo corriendo con la piel en llamas.
¿Qué bonanza, qué frescor puede envolverme
Cuando el hierro candente de su mirada me marca?
Yo le arrojo mi corazón para detener su avance,
Para apagar su sed malgasto mi sangre, porque
Él lo devora todo y, en su ansia, continúa buscando comida,
Exigiendo un sacrificio absoluto. Su voz
Me acecha, me embruja, me induce al trance,
El bosque destripado se derrumba hecho cenizas;
Aterrada por un anhelo secreto, esquivo
Corriendo el asalto de su radiación.
Tras entrar en la torre de mis temores,
Cierro las puertas a esa oscura culpa,
Las atranco, una tras otra las atranco.
Mi pulso se acelera, la sangre retumba en mis oídos:
Las pisadas de la pantera lamen los peldaños,
Subiendo, subiendo las escaleras.

7/25/2016

2 poemas de H P Lovercraft



Azathoth

El demonio me arrastró por el vacío sin sentido.
Más allá de los brillantes enjambres del espacio dimensional,
Hasta que no se extendió ante mí ni tiempo ni materia
Sino sólo el Caos, sin forma ni lugar.
Allí el inmenso Señor de Todo murmuraba en la oscuridad
Cosas que había soñado pero que no podía entender,
Mientras a su lado murciélagos informes se agitaban y revoloteaban
En vórtices idiotas atravesados por haces de luz.
Bailaban locamente al tenue compás gimiente
De una flauta cascada que sostenía una zarpa monstruosa,
De donde brotaban las ondas sin objeto que al mezclarse al azar
Dictan a cada frágil cosmos su ley eterna.
-Yo soy Su mensajero-, dijo el demonio,
Mientras golpeaba con desprecio la cabeza de su Amo.




Nyarlathotep

Y vino del interior de Egipto.

El extraño Oscuro ante el que se inclinaban los fellás; silencioso, descarnado, enigmáticamente altivo, envuelto en sedas rojas como las llamas del sol poniente.

A su alrededor se congregaban las masas, ansiosas de sus órdenes, Pero al retirarse no podían repetir lo que habían oido; mientras la pavorosa noticia corría entre las naciones: las bestias salvajes le seguían lamiéndole las manos.

Pronto comenzó en el mar un nacimiento pernicioso; tierras olvidadas con agujas de oro cubiertas de algas; se abrió el suelo y auroras furiosas se abatieron sobre las estremecidas ciudadelas de los hombres.

Entonces, aplastando lo que había moldeado por juego, El Caos idiota barrió el polvo de la Tierra.

7/17/2016

Jack Kerouac

Un juego de palabras para Al Gelpi

Jesús se volvió loco un día
         ante un albaricoquero.
Dijo: "Pedro, tú
         el de la Santa Visión,
Ve y mira si el árbol está en sazón",
         "El árbol todavía no está en sazón",
         informó Pedro la Piedra.
"Entonces, ¡que se seque!"
Jesús quería un albaricoque.
Por la mañana, el árbol
         se había secado,
Como la oreja en la agonía
         del huerto,
Cortada por la espada.
         Torpe.
         ¿Qué significa esta parábola?
Todos
         ven mejor.
De hecho estás sorbiendo
Cuando tu vaso
         está siempre vacío.

7/07/2016

Olga Orozco, Toay, La Pampa, 1920-1999

¿La prueba es el silencio?

Con un costado vuelto hacia este mundo,
solamente un costado, expuesto día y noche a la depredación y a las mareas,
y el resto sumergido no sé dónde, a tientas y a temblor,
espero desde tu sombra en blanco una señal.
He oído el confuso parloteo de bocas invisibles en el bosque nocturno,
y hay alguien que me sigue paso a paso
y es puro resplandor y es sólo ráfaga cuando yo lo persigo;
a veces una lágrima cae sobre mi mano,
helada, desde nadie,
lo mismo que la llama del aliento que de repente corre por mi cara.
Pero ésas no son pruebas.
Ni siquiera evidencias de que los muertos vuelvan.
¿No son más bien los vínculos que fragua la nostalgia,
así como la oscuridad convoca siempre un campo de amapolas detrás de la pared
y cada luna llena busca por los canales los espejos trizados del amor?
¿Y ahora por qué vienen estas frases arrancadas de cuajo
y todos estos cielos desfondados y rotos?
Yo no te reclamaba emanaciones de las dichas perdidas,
fantasmas que se rehacen a partir de un perfume, a partir de un sollozo,
y que son los fantasmas de mi negación.
Pero desde el costado que se desprende y huye con su bolsa de huesos
hasta el otro, el oculto, el increíble,
el que acaso aletea contra la semejanza en medio de la mayor oscuridad,
yo te pido un milagro, tan leve,
tan fugaz como el humo que un sueño deposita debajo de la almohada.
No, yo no necesito un testimonio de tu exacta, entreabierta existencia,
sino una prueba apenas de la mía.
Ah, Señor, tu silencio me aturde igual que la corneta del cazador perdido entre las nubes.
¿O estará en el castigo, en el Jordán amargo que pasa por mi boca,
tu respuesta,
la voz con que me nombras?

Olga Orozco, Toay, La Pampa, 1920-1999
de Con esta boca, en este mundo, 1994, en Olga Orozco, Obra Completa, Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2012

7/03/2016

TESTAMENTO OLÓGRAFO - Miguel Ángel Federik

TESTAMENTO OLÓGRAFO
No es pan la luz, sino frescura que se agota
con su último cansancio,
como esta ráfaga ligera en la penumbra de la casa,
donde somos arcilla, peones y pesadumbre
de los astros, y donde hemos aprendido, mujer,
a costa de nuestros muertos,
que todo tiene un terminarse en paz como esta tarde,
una súbita conciencia de órbita salada,
que ya mira desde lejos y para siempre
la perfecta lisura del horizonte y sus árboles.
Y será un día la hora de partirlo todo.
Pujarán contra el silencio
para hacerme más tenue y más liviano,
como potrillos que ateridos se fugaran
ante las incesantes cenizas de la luna. Disputarán las ganadas razones de mi peso
y me devolverán, devotamente las raciones de olvido,
que sin duda yo también sin quererlo, les he dado;
porque todo tiene un terminarse en paz
como esta tarde,
un equilibrio sagaz para el último instante,
una lucidez animal que halla estrellas
desprendidas y volantes por el aire.
Dejo a Lucía de los Ángeles las campanas de Singapur
y la exacta mitad de mis poemas.
A Juan Pablo mi silla, mis perfumes y las llaves,
las del cielo, las del infierno y la que abre la decisión de
elegirlas
que siempre estuvo en mis actos.
Y a María Victoria, mis bufandas y mis ojos
para que alumbren de mí, mi cesantía
del gozo que les queda por delante.
Y a vos nada. Prefiero
seguir debiéndote lo que me llevo:
el botín de tu caricia y tu condición de lámpara.
Y a los cuatro, el corazón que fue mío en condominio,
como un trébol feliz, fecundo y calmo.
(de Fuegos de bien amar)

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